El antisemitismo feroz de Hitler fue abiertamente reconocido
en los inicios de su actividad política, y el afán de los nazis de “limpiar”
Alemania de judíos alentó sus acciones violentas contra esta comunidad desde
los orígenes de esta fuerza política. Sin embargo, la instrumentación de un
plan para exterminar a los judíos europeos con todo lo que esto significa
–construcción de una infraestructura, las fábricas de la muerte; organización
de un sistema de transporte, un altísimo número de personas a cargo de
diferentes tareas, la adopción de un método que posibilitara asesinatos en
masa– fue resultado de un proceso que resulta muy difícil de explicar. Si bien
al terminar la Segunda Guerra Mundial el Holocausto fue percibido como una
tragedia, llevó tiempo tomar conciencia de su profundo y estremecedor alcance y
significación, en el sentido de que “la producción en serie y racional” de la
muerte de seres humanos se había engendrado en el seno de la civilización
occidental y utilizando los recursos provistos por la ciencia y la tecnología
del mundo moderno.
El nazismo, según Hannah Arendt, no solo fue un crimen
contra la humanidad sino contra la condición humana. Hitler nunca dejó lugar a
dudas sobre el odio que sentía por los judíos y acerca de la responsabilidad
que les asignaba en la derrota alemana de 1918. Pero estas obsesiones
ideológicas del Führer no son suficientes para explicar el genocidio judío. La
materialización de los fines expansionistas y raciales nazis fue resultado
de un proceso en el que se articularon, tanto el papel de líder carismático de
Hitler avalando, muchas veces en forma encubierta, la política antijudía que se
fue concretando en su gobierno, como las acciones y fines de otros actores
quienes con mayor o menor grado de compromiso acordaban con esa política, y
todo esto en relación con una combinación de factores –tales como las
consideraciones económicas y los avatares de la guerra– que generaron
condiciones propicias para el Holocausto.
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